(Ramón Fernández en las ruinas de la Venta Panaderos en 1995. Foto de Aurelio, el Obispo)
14/ Hijos míos, quizás la historia que
os voy a contar a continuación os parezca quijotesca, o a lo mejor sucedió de
otra manera, no lo sé con certeza, pero en esencia creo que ocurrió de esta
forma:
Sucedió que un lejano día de caza mayor de 1915, el marqués de Jayena don Juan Ramoberto cazaba
cerca de la Venta Panaderos. Disparó a un macho de cabra hispánica, un ejemplar
de majestuosa corona real, digno de trofeo, se resistía a morir a
causa de aquella estrella fugaz quebrada y asesina que visitó su musculoso y
fiero cuerpo, y tuvo suerte, ya que la
herida no era de sombras eternas, le entró por el ijar izquierdo, rompió su
pelaje kaki de rey de las sierras, traspasó la piel y la carne fibrosa y roja
hasta llegar a la médula del hueso dulce y marfileño. Tras el disparo berreó el
animal en lamento de su incomprensible crimen, sacó la lengua de puñales
picassianos en actitud de querer vomitar la bala amarga, dobló el cuello y se
miró el orificio de la herida carmesí, volcán de fuego rojo, saltó desde los
pilares negros de un cortado de peñas, la cornamenta sonó a palo contra palo al
darse contra las rocas. Fue el momento
en que el viento con nuevas fuerzas de
agua nívea arreció sobre los pinos que estaban atentos a no perder sus hojas
por la nieve, y, como presagio del llanto, se hizo un sombrero de nubes sobre Cerro Lucero,
aparecieron bolsas de agua o lluvia amarilla, llanto de pétalos húmedos sobre
la tumba de los tajos, carbón de encina.
La frustrada pieza de caza, mal herida, escapó entre los cortados del vértigo
como un peñón que rodara hacia lo hondo del Barranco Mármol. Y al macho montés
se le escuchó llorar. Porque las monteses lloran antes de morir al verse la sangre
en sus heridas.
Los prismáticos
del secretario ojeador persiguieron inútilmente con sus largos ojos de sabueso
al macho montés herido entre jaras y romeros, viéndole descender penosamente
por los cortados rompiéndose sus patas de muebles finos, ballestas de tejo,
flechas del miedo, mareos por falta de
riego sanguíneo, hasta lograr perderse en huida larga de una maleza
encubridora. La abrupta sierra, los
cortados impresionantes, las distancias insalvables, la barrera de romeros
erguidos como muralla vegetal hizo absorber la pieza de caza en su seno de
naturaleza muerta; por ello el ojeador, Cienojos,
desaconsejó al cazador insistir en su captura, se acercaba la noche y la lluvia
seguía con idea de cicatrizar la senda y el rastro, al día siguiente, con
perros se reiniciaría la captura, lo aconsejable era ir a dormir a la Venta Panaderos
para cenar, secarse las ropas y dormir. Después de la lluvia apareció un claro
en el cielo y en seguida se montó un bello arco iris, alguien podía subir a los
Cielos según la leyenda del cárabo del algarrobo de Acebumeya.
Mientras Europa
se desmoronaba en cañonazos en la I Guerra Mundial por el contrario, en la
Sierra de Almijara se revivía la bucólica vida del cazador romántico y la
pastora Galatea, la del arriero de abarcas rotas, a reata (se llama ir cogido y
a remolque de la cola del animal) de un par de jóvenes mulos de cuatro años, la
del maderero furtivo, la del corsario,
la del carbonero y el cabrero. El cazador don Juan Ramoberto (era el primogénito
y único heredero de la gran fortuna del fallecido diputado a Cortes,
Excelentísimo Señor don Juan Alierta y de las Almenas y marqués de Jayena), era
alto y delgado, de nariz aguileña y tímido,
gastaba su juventud alejado de las obligaciones de las fincas en Jayena en
el arte de matar animales cornudos, y…,
su rifle era ya una prolongación de sí mismo, leía El Quijote y además, para completar la desgracia de su destino, de
niño le cayó en la cabeza una gárgola y no le mató pero sufría de dolores de
cabeza y de amnesias temporales, y, por ello tenía en la memoria datos falsos
de la realidad, siempre le
acompañaba un ojeador a modo de
antiguo escudero o peón de confianza llamado Frasquito, el Cienojos, que le había puesto su madre como una carabina día y
noche, y que por su ignorancia en tratamiento de enfermos mentales lo tenía aún
más loco que si hubiese deambulado solo por el mundo.
Como el cazador
acostumbraba a dormir en las cuevas y el
Cienojos no quería dormir otra noche
más de forma troglodita, le hizo ver que en la alcazaba allí próxima tenían
prisionera a una bella dama y que podían ir a rescatarla, la alcazaba no era
otra que la Venta Panaderos, y por la fortaleza aparecieron los dos cuando la
noche empezaba a vigilar sus caminos. “ La
noche se queda sola cuando la sierra se va”, era el estribillo de una canción
antigua. Nada más entrar en la
venta, los venteros, mozas y arrieros,
allí presentes, se dieron cuenta que no
debía estar muy sano el cazador por la forma de vestir: pecho con peto de cuero
y en bandolera una canana nueva, cargada
de afilados cartuchos metálicos, sombrero de fieltro, pantalón de pana de
canutillo y unos botos de cuero crudo
hechos a mano por algún zapatero artesano de Granada.
El Cienojos, llevaba el rifle del amo, de gran calibre y vestía
normal con chaqueta de pana y debajo un blusón color pardo con un botón
abrochado cerca del cuello, y pantalón zurcido color miel de níspolas. Entraron
y pidieron vino del terreno: un moscatel de los
que entra sin saber leer ni escribir y luego sale hecho un abogado,
vamos, que se bebieron en dos tragos sin quitarse el sombrero, y sin mirar a la niña de la venta que se llamaba
Doloreta, hija de Miguel el ventero. Al
llegar no se fijaron en ella, la endémica luz amarilla del quinqué de aceite
reducía el resplandor al corto espacio del mostrador y media mesa de la
izquierda.
La Venta
Panaderos no era muy amplia, pero de construcción inmemorial, gruesos muros de
mampostería, los techos inclinados con vigas de pinos lo más tiesos posibles
sobre muro maestro, en las paredes se
colgaban grandes fotografías enmarcadas de familiares a los que, debajo, se les
ponían manojitos de romero seco y lavanda,
la iluminación interior provenía del rincón de la chimenea en la que,
chisporreaba infernal, una lumbre
violeta de cepas, que a la vez daba fuego a una olla de barro ennegrecida que
si bien no se le veía su contenido, su olor delataba el bacalao cocido con
arroz blanco, y sobre la repisa de la chimenea grande aparecían saleros,
calabazas huecas, estampas de santos, cajas de cerillas, un trozo de queso seco
y un candil de latón ennegrecido; al
calor de la chimenea se ahumaban unas tripas de chorizos y una ristra de ajos
contra el mal de ojo; en el suelo se amontonaban sacos de garbanzos apilados de
mala manera, contra la pared la leña desperdigada en un desorden de quien tiene
mucho por hacer, butacos u orzas de aceite y unas esteras de esparto. Detrás del pequeño mostrador, en reservado,
cenaba un cabrero con el sombrero puesto hasta las orejas, barba de varios
días, olía desde lejos a sueros de cabras, las manos ciclópeas y encallecidas,
la roña en las abarcas, no dejaba de dar cucharetazos sobre un plato hondo
de cerámica desconchada, le daba bocados directamente al pan y sobre la mesa
había un montón de pimientos crudos esperaban su turno para ser devorados.
Había venido a ver a su suegro y a ver a su hijo Antoñito que tenía uno meses
de vida.
Pero el Cienojos
hizo gestos a los moradores de la venta como diciendo que le siguieran
el juego a su acompañante, pues no estaba muy bien de la cabeza y, además,
quien le llevara la contraria se convertía inmediatamente en un enemigo suyo,
pidió que les llenaran otra vez los vasos y trajeran algo que les quitara el
hambre, mientras ayudaba a su amo don
Juan Ramoberto, a quitarle las cananas y buscaba el respaldo de una silla baja
desocupada para secarle junto al calor de la chimenea, porque hacía más frío
que cuando se murió Zabundio. Que yo nunca me enteré de quién era Zabundio, ni
nadie en kilómetros a la redonda llevaba ese horrible nombre. Con tantas
cananas y correajes parecía un romano y de ello, se reían todas las mujeres, y
algún joven arriero también.
Autor Ramón Fernández Palmeral
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario