Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

sábado, 12 de marzo de 2016

Lance de amor en la Venta Panaderos . 1915. "Novela el cazador del arco iris".

(Ramón Fernández en las ruinas de la Venta Panaderos en 1995. Foto de Aurelio, el Obispo)



14/   Hijos míos, quizás la historia que os voy a contar a continuación os parezca quijotesca, o a lo mejor sucedió de otra manera, no lo sé con certeza, pero en esencia creo que ocurrió de esta forma:

   Sucedió que un lejano día de  caza mayor de 1915,  el marqués de Jayena don Juan Ramoberto cazaba cerca de la Venta Panaderos. Disparó a un macho de cabra hispánica, un ejemplar de majestuosa  corona  real, digno de trofeo, se resistía a morir a causa de aquella estrella fugaz quebrada y asesina que visitó su musculoso y fiero cuerpo,  y tuvo suerte, ya que la herida no era de sombras eternas, le entró por el ijar izquierdo, rompió su pelaje kaki de rey de las sierras, traspasó la piel y la carne fibrosa y roja hasta llegar a la médula del hueso dulce y marfileño. Tras el disparo berreó el animal en lamento de su incomprensible crimen, sacó la lengua de puñales picassianos en actitud de querer vomitar la bala amarga, dobló el cuello y se miró el orificio de la herida carmesí, volcán de fuego rojo, saltó desde los pilares negros de un cortado de peñas, la cornamenta sonó a palo contra palo al darse contra las rocas.  Fue el momento en que el viento con nuevas fuerzas  de agua nívea arreció sobre los pinos que estaban atentos a no perder sus hojas por la nieve, y, como presagio del llanto, se hizo  un sombrero de nubes sobre Cerro Lucero, aparecieron bolsas de agua o lluvia amarilla, llanto de pétalos húmedos sobre la tumba  de los tajos, carbón de encina. La frustrada pieza de caza, mal herida, escapó entre los cortados del vértigo como un peñón que rodara hacia lo hondo del Barranco Mármol. Y al macho montés se le escuchó llorar. Porque las monteses lloran antes de morir al verse la sangre en sus heridas.

   Los prismáticos del secretario ojeador persiguieron inútilmente con sus largos ojos de sabueso al macho montés herido entre jaras y romeros, viéndole descender penosamente por los cortados rompiéndose sus patas de muebles finos, ballestas de tejo, flechas del miedo,  mareos por falta de riego sanguíneo, hasta lograr perderse en huida larga de una maleza encubridora.  La abrupta sierra, los cortados impresionantes, las distancias insalvables, la barrera de romeros erguidos como muralla vegetal hizo absorber la pieza de caza en su seno de naturaleza muerta; por ello el ojeador, Cienojos, desaconsejó al cazador insistir en su captura, se acercaba la noche y la lluvia seguía con idea de cicatrizar la senda y el rastro, al día siguiente, con perros se reiniciaría la captura, lo aconsejable era ir a dormir a la Venta Panaderos para cenar, secarse las ropas y dormir. Después de la lluvia apareció un claro en el cielo y en seguida se montó un bello arco iris, alguien podía subir a los Cielos según la leyenda del cárabo del algarrobo de Acebumeya.

  Mientras Europa se desmoronaba en cañonazos en la I Guerra Mundial por el contrario, en la Sierra de Almijara se revivía la bucólica vida del cazador romántico y la pastora Galatea, la del arriero de abarcas rotas, a reata (se llama ir cogido y a remolque de la cola del animal) de un par de jóvenes mulos de cuatro años, la del  maderero furtivo, la del corsario, la del carbonero y el cabrero. El cazador don Juan Ramoberto (era el primogénito y único heredero de la gran fortuna del fallecido diputado a Cortes, Excelentísimo Señor don Juan Alierta y de las Almenas y marqués de Jayena), era alto y delgado, de nariz aguileña y tímido,  gastaba su juventud alejado de las obligaciones de las fincas en Jayena en el arte de  matar animales cornudos, y…, su rifle era ya una prolongación de sí mismo, leía El Quijote y además, para completar la desgracia de su destino, de niño le cayó en la cabeza una gárgola y no le mató pero sufría de dolores de cabeza y de amnesias temporales, y, por ello tenía en la memoria datos falsos de la realidad, siempre le  acompañaba  un ojeador a modo de antiguo escudero o peón de confianza llamado Frasquito, el Cienojos, que le había puesto su madre como una carabina día y noche, y que por su ignorancia en tratamiento de enfermos mentales lo tenía aún más loco que si hubiese deambulado solo por el mundo.

  Como el cazador acostumbraba a dormir en las cuevas y el Cienojos no quería dormir otra noche más de forma troglodita, le hizo ver que en la alcazaba allí próxima tenían prisionera a una bella dama y que podían ir a rescatarla, la alcazaba no era otra que la Venta Panaderos, y por la fortaleza aparecieron los dos cuando la noche empezaba a vigilar sus caminos. “ La noche se queda sola cuando la sierra se va”, era el estribillo de una canción antigua.  Nada más entrar en la venta,  los venteros, mozas y arrieros, allí presentes, se dieron cuenta  que no debía estar muy sano el cazador por la forma de vestir: pecho con peto de cuero y en bandolera una canana  nueva, cargada de afilados cartuchos metálicos, sombrero de fieltro, pantalón de pana de canutillo y   unos botos de cuero crudo hechos a mano por algún zapatero artesano de Granada. 

   El Cienojos, llevaba  el rifle del amo, de gran calibre y vestía normal con chaqueta de pana y debajo un blusón color pardo con un botón abrochado cerca del cuello, y pantalón zurcido color miel de níspolas. Entraron y pidieron vino del terreno: un moscatel de los  que entra sin saber leer ni escribir y luego sale hecho un abogado, vamos, que se bebieron en dos tragos sin quitarse el sombrero, y sin mirar  a la niña de la venta que se llamaba Doloreta, hija de Miguel el ventero.  Al llegar no se fijaron en ella, la endémica luz amarilla del quinqué de aceite reducía el resplandor al corto espacio del mostrador y media mesa de la izquierda.

    La Venta Panaderos no era muy amplia, pero de construcción inmemorial, gruesos muros de mampostería, los techos inclinados con vigas de pinos lo más tiesos posibles sobre muro maestro, en las  paredes se colgaban grandes fotografías enmarcadas de familiares a los que, debajo, se les ponían manojitos de romero seco y lavanda,  la iluminación interior provenía del rincón de la chimenea en la que, chisporreaba infernal, una  lumbre violeta de cepas, que a la vez daba fuego a una olla de barro ennegrecida que si bien no se le veía su contenido, su olor delataba el bacalao cocido con arroz blanco, y sobre la repisa de la chimenea grande aparecían saleros, calabazas huecas, estampas de santos, cajas de cerillas, un trozo de queso seco y un candil de latón ennegrecido;  al calor de la chimenea se ahumaban unas tripas de chorizos y una ristra de ajos contra el mal de ojo; en el suelo se amontonaban sacos de garbanzos apilados de mala manera, contra la pared la leña desperdigada en un desorden de quien tiene mucho por hacer, butacos u orzas de aceite y unas esteras de esparto.  Detrás del pequeño mostrador, en reservado, cenaba un cabrero con el sombrero puesto hasta las orejas, barba de varios días, olía desde lejos a sueros de cabras, las manos ciclópeas y encallecidas, la roña en las abarcas, no dejaba de dar cucharetazos sobre un plato hondo de  cerámica desconchada, le daba  bocados directamente al pan y sobre la mesa había un montón de pimientos crudos esperaban su turno para ser devorados. Había venido a ver a su suegro y a ver a su hijo Antoñito que tenía uno meses de vida.

  Pero el Cienojos  hizo gestos a los moradores de la venta como diciendo que le siguieran el juego a su acompañante, pues no estaba muy bien de la cabeza y, además, quien le llevara la contraria se convertía inmediatamente en un enemigo suyo, pidió que les llenaran otra vez los vasos y trajeran algo que les quitara el hambre,  mientras ayudaba a su amo don Juan Ramoberto, a quitarle las cananas y buscaba el respaldo de una silla baja desocupada para secarle junto al calor de la chimenea, porque hacía más frío que cuando se murió Zabundio. Que yo nunca me enteré de quién era Zabundio, ni nadie en kilómetros a la redonda llevaba ese horrible nombre. Con tantas cananas y correajes parecía un romano y de ello, se reían todas las mujeres, y algún joven arriero también. 

Autor Ramón Fernández Palmeral

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