Durante la celebración de la Sagrada Misa de San Juan
frente a la ermita y bajo la sombra cenital del pino aerostático y los toldos,
mi Ramoberto, no ha respeto el obligado silencio litúrgico y no ha parado de
hablar con la familia y vecinos, mientras algunas mujeres le han mandaban
callar con un siseo disimuladamente cortés, hasta el cura que ha subido este
año desde el pueblo de Maro no ha dejado de mirarle con el Santísimo levantado,
es un cura de la nueva ola, un hombre joven con el cuello doblado, vencido de
humildad poseedor de una cuidada oratoria evangélica y exaltadora en los
valores tradicionales con el atento campesinado, las costumbres, los
antepasados y acorde con el momento, el lugar y la romería. A mi hijo mayor le
he afeado su actitud poco respetuosa durante el necesario silencio de la
eucaristía –él me dice, palabras textuales: toda misa que no se haga en un lugar sagrado no se
considera misa, ¡será imbécil el muy...!, pero cómo está el niñato, pienso,
mejor hacerle caso a mi mujer que entre diente y con gestos mímicos me quiere
decir que no me meta con él, que lo deje tranquilo, a su aire, ¿entonces a qué ha venido aquí?, y
ella insiste: tú déjalo, no ves que no va
a querer venir otra vez. Me conoce,
y sabe que la armo, me conoce muy bien y
armó la marimorena, por menos
la armé una vez en el Pryca los Patios de Málaga con un dependiente que no me
quería hacer la devolución un aparato de video averiado, hasta me que dio otro
nuevo.
Cada año acude
más gente a la Misa, los coches y los
4x4 o todo-terrenos se colocaban como caballos desbocados en el carril
de tierra que viene desde la cuesta del “Comendaor”, vehículos sin alama a los
que tan sólo les queda arrodillarse ante la Virgen como vencidos carros de
combate de una guerra perdida. Durante la Misa cada cual ocupa el lugar que
puede en los bancos de madera, las mujeres en las sillas preferentes bajo el
toldo naranja, y detrás de ellas, de pie, la juventud, y los hombres sobre los
poyos y escalones del cortijo el los Obispos
–apodo de esta gran familia y buena gente, emparentados con nosotros los Simontes– y en cuando empieza la
eucaristía, los hombres, con todo respeto se quitan los sombreros, dejan de beber cerveza de barril, aunque es
difícil hacerles callar porque se están saludando todavía, la mayoría no se ha
visto desde el año anterior o de varios años, puesto que además de romería es
lugar de encuentro familiar. Otras personas, más cocineras, como el Brigada
Martín Comandante de Puesto de Nerja y un guardia dejan de despellejar los conejos
camperos que ayer cazaron con la escopeta del guardia Ramírez en el Boquete de
Zafarraya, según dijo el propietario de
los cadáveres peludos. Durante la eucaristía
llegó la hora de las rogativas, el cura se sentó en un banquillo de madera
que usa la tía Blasa el resto del año
para hacer tomizas y pleitas.
Voluntariamente,
cada uno de los asistentes puede pedir en voz alta, ante todos los presentes,
una rogativa, por un familiar fallecido, porque haya buenas cosechas o no caigan
granizos, aunque la mayoría piden paz en el mundo. Mi sobrina Raquel, se levanta con voz llorosa
y pide una oración por su tía y a la vez mi hermana Dolores fallecida en
octubre del año anterior en 1994, y unas lágrimas de emoción rodaron por los
húmedos ojos de todos sus sobrinos allí presentes. Mi cuñada y poeta Ana
Álvarez es la que lee las Sagradas Escritura y además siempre lee alguna de sus
composiciones poéticas de gran sentimiento y emoción cristiana. Luego Aurelio Torres, el de Concha (a) el Obispo (su abuelo sabía más que un
Obispo), también hace una petición..., y así van haciendo rogativas otros
muchos, pero que yo, emocionando, no puedo recordar ahora. Aurelio era el coordinador de los actos de la
romería, me convenció para leer en
público una poesía que yo había escrito a la Virgen Milagrosa, pero me pusieron
a leer otra poesía distinta, un llanto o elegía dedicada a mi difunta hermana
Dolores, y ya que estaba de pie y todos atentos no pude rehusar leerla. Fue
como una pequeña trampa. Mi sufrida hermana que jamás fue capaz de olvidarse ni
un minuto de aquella escena tan horrible que vio en la puerta de su cortijo
hacía ya muchos años. Acabo de leer la elegía con "bufos" en la
garganta, sin vacilar, sin declamación, sin interpretación, atascándome como un
todo-terreno en las arenas de una playa del Cabo de Gata, pero los presentes me
escuchan silenciosos, expectantes, cabizbajos, y también se tragan lágrimas
como sapos escurridizos de piel viscosa.
Mi voz solitaria es la única que
dominaba el acto litúrgico, e incluso, los que estaban desollando los
inofensivos conejos de Zafarraya dejaron
de desnudarlos por un momento; las mujeres sentadas agachaban la cabeza en
reverencia y, lo indiscretos, se miraban a la
cara sorprendidos de tan lastimero canto a una hermana fallecida, y, a
la que, sin necesidad de elogios gratuitos la tengo que recordar como una mujer
entera, morena, delgada, dispuesta y trabajadora, madre y esposa,
hacendosa y dispuesta a servir a familiares, vecinos y conocidos con una
hospitalidad fuera del común entender, de este concepto de ayuda humano casi
olvidado hoy día, que son tiempos de prisas y egoísmos, de un yo que refleja la
falta de solidaridad.
Mi hermana
Dolores era mayor que yo por un par de años, y como el zarpazo de una
asociación de ideas que no soy capaz de controlar, me acude aquel lejano tiempo
de nuestra niñez cuando nuestra madre, cundo vivíamos aquí en el Cortijo del
Pino, nos mandó a los dos a por agua a
la fuente de la Acebumeya o de la Sirena con la burra de la panza blanco como
de algodón. Tenía yo por aquel entonces unos doce o catorce años y era un largo espárrago,
yo no quería ir con ella porque era casi una mujer en comparación mía, y el
miedo mío era a que cuando estuvieran llenos los cántaros no poderlos subir al
serón a pulso y tener que pedir ayuda a algún mozo, así que mi hermana muy
ingeniosa pensó que no nos haría falta ayuda de nadie, e ideó la forma de
llenarlos cómodamente: dejando los cántaros vacíos dentro de los serones, y lata a lata
llenarlos, así no había que bajarlos. Así y todo no me convenció porque mis miedos, en realidad, eran otros
muy ocultos que no iba a confesarle a ella, que eran los piropos de algún
“desgraciao”.
Para obligarme a acompañarla se puso muy sería y me dijo,
Joseíco, tienes que aparejar la burra
venir conmigo a por agua porque lo ha dicho madre, yo tuve la osadía de
preguntárselo a mi madre, y sin argumentos para obligarme me dijo, lo ha dicho padre antes de salir con al
campo con las cabras, y como a padre no me atrevería a preguntárselo ni aún
siquiera estando presente, porque le temía, pues era poseedor de unas manos
ciclópeas, pues si te diera una hostia oirías campanas durante una semana. Así que fui con mi hermana, obligado,
evidentemente, con la burra y dos grandes cántaros de cerámica rojiza. Una vez
en la fuente salieron dos zagalones mayores que yo, Baldomero Torres, hijo, y Dieguito, mis temores se habían presentado en
persona, le estuvieron diciendo a mi hermana piropos de lo guapa que era, yo no
me atreví a defenderla. Me dijo mi
hermana: Joseíco, demuéstrales que eres
un Simontes. A pesar de que yo era
larguirucho y grandullón, no tenía maldad, ni poca mucha fuerza en los brazos. No defendí a mi hermana aquella vez, y cuando de
vuelta en el cortijo se lo contó a mi hermano Miguel, el mayor, éste me zarandeo y me estuvo dando tela
marinera para demostrarme que no duelen los golpes ni los puñetazos sino las humillaciones. Menos mal
que no llegó a oídos de mi padre, si no hubiera estado oyendo campanas durante
un mes.
A media misa llegó
mi yerno Manolo, un manita en todo lo
que hacer y emprende con mi hija María Carmen con sus dos hijas, que siempre
están dispuestos a acompañarnos en nuestras comidas campestres. También
llegaron mi otro yerno Paco Capilla y mi hija Vicky con sus hijos Pablo y
Jorge.
Cuando terminó la
misa, vinieron los corrillos con un rato
largo de saludos y conversaciones
familiares, y después de repartir besos y
qué bien estás o qué nuevo estás.
Y ya bajo un sol cercano al mediodía preguntón y aplastante del Mayarín,
deslumbrado por el verbo de los pinos del Fuerte, las cepas con sus manos de
pámpanos en bandejas de celofán, los aguacates enanos, el alto y espigado
almencino, las chumberas con sus manos de espinas, los olivos estropeando la
continuidad del verde vid, el gris pizarra y el blanco marfil por el “Comendaor”,
mi hermano Antonio el Cabrero, el
mejor conocedor de la Sierra de Almijara, guía de cazadores de monteses en su
mejores años, nos invita, como cada año,
a probar unas tapas de choto al ajillo que ha preparado su mujer Ana Álvarez, la Poetisa
o la pelirroja. Le digo que mi mujer y
Darío van a cocinar unos kilos de carne de cabrito que hemos comprado en
Frigiliana.
Aquí sentado,
mirando a las lomas de El Fuerte siento que la tierra de pizarra se me mete por
los pies y se me sube por las venas, siento el peso del aire, y pienso en mis
hermanos cuando eran pequeños y jugábamos por el camino del almencino, en mi
madre y en mi hermana menor Rosario que me hacían trabajar, amenazándome con mi
padre, siempre se me colocó el sambenito
injusto de caprichoso, terco como los Simontes. Mis hermanos Miguel, Manolo y
Emilio hacía años que habían fallecido.
Cuando mi madre me quería pegar yo me subía en un albaricoque grande y
allí me quedaba hasta que me perdonaban o bajaba por mi cuenta casi al
anochecer. Me entretenía mucho con los juegos porque trabajaba mucho, mis
amigos eran José el de Emilio, Baldomero Torres y Antonio el de Paco Sánchez,
nuestros juegos eran los de hacer carritos con ruedas de pencas o jugar con las
hormigas, hacerle un cerco de fuego a los escorpiones, bajo la teoría infantil
de que todo insecto en cuanto alguien le corta el paso, se irrita y busca otro
camino.
Por las
mañanas, en cuanto me levantaba del catre le preguntaba a mi madre, ¿qué ha dicho padre que tengo que hacer
hoy?, porque si no lo había dicho padre, yo no le hacía caso a nadie, y a
mis hermanas menos, yo le podía a pesar de ser menor que ella, salvo a la tía
Consuelo que se irritaba con mis bromas. Tuve dos madres: mi madre y mis hermanas de pecho Doloreta. Rosario era
menor y una cría larguirucha. Yo no tenía libertad porque era como un esclavo cometido al miedo.
Una vez le dijo un lobo flaco y hambriento a un perro: ¿qué bien vives en casa de tu amo tan gordo
y bajo techo?, pero cuando el lobo vio el cuello pelado del perro del roce
de la cadena, le preguntó qué es eso,
el perro le respondió que era el pago por comer a cambio de cuidar la casa, le
lobo sentenció de qué te sirve disfrutar
de esos bienes si no tienen libertad. Ese perro, sin duda, era yo en casa de mis
padres.
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