Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

viernes, 5 de febrero de 2016

Me destinaron al subsector de Piedrabuena de la Comandancia de Ciudad Real. Año 1945. Recuerdos de La Mancha

Notas.-Pasajes de la novela "El cazador del arco iris", de Ramón Fernández Palmeral



Me costó años aprender una regla militar: que las broncas por un oído entran y por el otro salen. En principio hay que aceptar la autoridad, una vez aceptada el mando puede ser complaciente o no contigo, como este “marrano” o judío mallorquín, que lo estaba siendo con nosotros.

–A la orden de usted mi capitán, se presenta el guardia de segunda clase José F.F. con destino en el Subsector de Piedrabuena –me quedé en posición de firme con el sombrero tricornio en la mano izquierda y los guantes de avellana puesto al revés–. Esperando, a que Oliva y Carrasco dijeran lo mismo sin equivocarse para no tener que repetir la fórmula de presentación militar.

Detrás de la mesa de su despacho, colgaban en las paredes un cuadro de Franco, un crucifijo, un cuadro del capitán Cortés con la mano en el cinto y otro el duque de Ahumada destocado, fundador de la Guardia Civil en 1844, ¡Menudo cuarteto!  Aquello era como un santuario militar. Sin mirar a los ojos del capitán pues no se puede mirar a los ojos de un superior,  es una falta de disciplina aguantar la mirada, no vaya a ser que entienda que lo estás desafiando o retando porque cuando lo perros se miran frente a frente, habrá pelea segura.  Cuando nos preguntó de dónde éramos naturales, dijo con desprecio: "andaluces, como todos”. En ese “todo” había una resonancia despectiva, parta indicar que el 90 % de los guardias éramos andaluces o extremeños, oriundos de las zonas más deprimidas de España, evidentemente.  Y sin darnos la mano nos echó fuera con el dorso de la  mano sin mirarnos a la cara de reclutas que teníamos, aunque yo llevaba en mis espaldas muchos años de mili. El desprecio altanero era su actitud más destacada respeto al trato con los inferiores.

–¿Ordena usted alguna cosa más, mi capitán?  Con su permiso me puedo retirar –remarqué lo de capitán…

Y eso fue todo lo que hablamos con el temido capitán mallorquín que apenas podía pronunciar bien el castellano, que en aquel momento me pareció Dios en persona con tres estrellas en la bocamanga, y que había bajado de los Cielos para darnos la entrada en el Cuerpo.  A los otros dos compañeros Carrasco y Oliva los recibió con la misma frialdad metálica, y la verdad es que perdimos toda la mañana en la corriente del pasillo esperando a que nos recibiera, nos saludara y nos previniera contra la insubordinación, mientras en el pasillo éramos blanco de las preguntas de los ordenanzas y escribientes que pasaban con ciertas risas y miradas de arrancar las raíces de nuestras ideas profundas cuales viejos encinares.  Tal vez, el capitán Bolaños lo hacía para no saber quiénes éramos los que íbamos a sufrir las consecuencias de un duro servicio en aquella tierra manchega de Don Quijote. Era como si aquella mañana se hubiera cruzado en nuestro camino un gato negro y tuerto. O quizás no tiramos sal a la espalda antes de salir de casa como hacía mi madre para ahuyentar  a los malos espíritus, siempre puede suceder lo que menos esperas en el lugar más imprevisto.



                      (La Guardia Civil en La Mancha)


Al salir del despacho “capitano”, el guardia Alonso, el escribiente machaca, se reía como una hiena en celo, y no tuvimos más remedio que cagarnos en su puta madre, después nos amenazó con decírselo al capitán, siempre con la misma historia de coacciones. “Al capitán, al capitán que se lo digo al capitán, que el capitán ha dicho, que diga lo que le salga de los cojones, ¡hombre!”

En la Subsector (años después llamados Compañías) nos dieron la dotación de un subfusil 9 mm Largo  Parabellum llamado popularmente “naranjero” y dos  grandes cartucheras llenas de munición, todo ello bajo la firma de unos recibos ya que el armamento era dotación del Subsector, es decir, que si pasabas destinado a otros Subsector tenías que devolverlo, y recuperar el recibió de adjudicación. 

Menos mal que en el Puesto, tuvimos los buenos consejos del veterano Zacarías, el Carabinero, que nos puso al día de la psicología militar: las broncas salen con unos vasos de vino. Y así cómo nos bebimos un Valdepeñas y nos fumamos unos cigarros para relajarnos del primer encuentro son el “miura mayorquí”. Yo ya había empezado a fumar en el Batallón del Ministerio del Ejército en Madrid, porque muchas veces nos daban pastillas de tabaco gratis.

 La primera paga mensual que cobré,  sumaba en el sobre 140 pesetas (28 duros), nos habían descontado comidas y los uniformes que nos dieron en la academia. Al mes siguiente cobré 333 pesetas, un capital si teníamos en cuenta lo que ganaba un jornalero era unos treinta reales (unas 7.5 pesetas diarias) en las viñas del Mayarín.  Comparándome con lo que cobraba en el Ejército, que nos daban dos reales diarios (15 pesetas al mes) me había convertido, sin duda alguna, en un millonario; sin embargo, de nada me sirvió aquella paga porque la vida tomó camino de una inflación terrible al alza, los políticos de hoy dirían: una aceleración positiva.  Mi situación económica había mejorado pero el servicio era muy penoso y sacrificado: concentraciones de un mes en aldeas de miseria, bandolerismo al acecho, páramos de centenos y trigales y molinos de viento recordando que antes que nosotros hubo hombres tercos como un desafío a nuestras flaquezas. Tenía veinticinco años y éste fue el primer sueldo que cobré –excepto las miserias del Ejército-, porque cuando trabajaba para mi padre no nos daba ningún sueldo, todo era para la hucha común del bien general de la familia. Solamente cuando te casabas te daría una especie de dote llamado: “Tomayvete”.

  Aunque en aquellos años no había tiempo de leer, ni sabía uno hacerlo bien, a no ser que fuera el Reglamento del Cuerpo o la Cartilla de Ahumada, la cual me sabía de memoria por obligación, como todos los compañeros. De vez en cuando, encontraba un momento para mi libro de cabecera que era El Quijote, en dos tomos pequeñitos que cabían en la cartera de caminos, de este personaje me reía brutalmente. Y pensando, o cavila, cavilando…, con ojos tristes  me daba cuenta de que mi vida era casi parecida a la del ingenioso hidalgo, pues había que ser ingenioso para, en una tierra  que no era la mía, de cielos translúcidos y de calor en verano que se podía coger con las manos, sufrir las severidades de la disciplina militar y los contratiempos del servicio.  Aquel paisaje ingenuo, nihilista, minimalista, abierto  (los espacios abiertos no son de nadie y a la vez son de todos, lo mismo es  del sol que te reblandece como del aire vivificador que te congela)  henchido de aromas y perfumes mostrencos, cagajones de caballos, el vacío en el llano era tan grande que no se temía la  emboscada ni sorpresa de un ataque de maquis, como en Sierra de Almijara. 





 La Mancha era una tierra casi plana, árida donde abundaba rebaños de ovejas merinas y los pastores trashumantes, el cereal y las vides: “¡Ancha es La Mancha!”, dice el dicho, aunque sea una cacofonía. De vez en cuando parecían suaves ondulación de  unos valles coronados por oteros, cotos de caza, páramos y,  sobre todo, un cielo con nubes que pasaban correteando, sin dejar sus racimos de lluvia, algunas veces llegaban nubes pardas que tenían detalles de lluvia imprevista. ¡Qué bochorno! tras la lluvia que nos besaban los tricornios con sus labios pintados de gris triste y húmedo, algunas, las pocas, dejaban caer cortinas de lluvia mudables, viajeras y persistentes. 

 En Piedrabuena se alzaba el derruido castillo de Miraflores. A unos kilómetros un puente de tres ojos daba paso a las tranquilas aguas de un riachuelo de aguas turbias, protegido algunos altos álamos y olmos. 
                   (Castillo de Miraflores. Piedrabuena (Ciudad Real)


 En invierno llegaban miles de aves sobrevolando los humedales llenos de turberas del Río Bullaque, afluente del Guadiana y  aguas abajo cerca de Luciana. Los cazadores del hambre se disponían a acecharlas, mientras nubes de tordos enrarecían las tardes en cenizas de volcán de plumas, graznidos, formaciones y vida salvaje.


Obra narrativa: "El cazador del arco iris"



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