Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

miércoles, 3 de febrero de 2016

Destinado en el Destacamento de El Chorro (Málaga). Fragmento del apartado 66 de "El cazador del arco iris"



 El 5 de  enero de 1941  trasladaron a mi Compañía a la estación del ferrocarril de El Chorro, cerca de Álora en Málaga,  lugar que por sus formaciones rocosas calcáreas, y con pinares,  se parecían mucho a mis Sierras de la Almijara, aquella estación estaba justo a la entrada los túneles  en el Desfiladero los Gaitanes hacia la estación Bobadilla, cuyas obras finalizaron en 1865, construyeron 6 puentes y 11 túneles, y tenían una  longitud de 12 kilómetro y medio. El poblado tenía una estación, un bar, diez casas, una carnicería charcutería, una almona de jabón, y  muchos cortijos como píldoras derramadas por el campo, como el de La Capellana que tenía tres hijas solteras y cabreras, el dueño se llamaba César como el emperador romano. El jefe de estación Demetrio con el que me llevaba muy bien.

   La misión de la  Compañía era  vigilar las vías desde Álora a Bobadilla, ante posibles atentados terroristas, puesto que era una zona estratégica de comunicaciones férreas.  También la de controlar a los pasajeros que viajaban sin salvoconducto, posibles maquis, requisitoriados y trasperlista. Mandaba la Compañía un alférez provisiona, don Edelmiro Souvirón, natural de Vélez-Málaga, acaba de salir de la Academia de Granada, era muy deportista que después sufrió un desgraciado accidente. Nos preguntó a cada uno nuestro oficio para emplearnos en algo, y a mí me preguntó: ¿Tú qué sabes hacer?  Yo le respondí con toda sinceridad: yo no sé hacer nada. Me miró y arrugó la frente con cierta preocupación: ¿Cómo es eso, algo harías en tu pueblo?  Y tuve que decirle la verdad: Yo trabajaba en el campo guardando cabras. Y me sonrió aliviado: Pues ya es mucho, tú a cuidar las cabras de la Compañía que es el mejor tesoro y responsabilidad que en este Destacamento existe. Ya tenía yo una misión seudo militar. Sí, a la orden mi alférez, le respondí porque en el fondo volvía a mis orígenes con mis chotas y mis largas caminatas. Volvía al campo entre tomillos y cencerros.  

 Al soldado Francisco Arroyo, de mi Escuadra, le alcanzó un frío tiro de pistola  en el costado por la mano negra del bandolero “Raya” de Archidona, que iba camuflado en el tren para Sevilla, se salvó de milagro, porque el tiro no era de muerte. Se lo llevaron al Hospital de Málaga.  Francisco era más bueno que una hornada de pan, tenía veinte años claveteados en las costillas, su padre tenía una panadería en Estepa y cuando le mandaba aquel pan macizo y sospechoso porque siempre ocultaba dentro algunas longanizas derretidas era preclaro manjar, alimento que como decía mi padre era una revelación de Dios a los hombres para que dejaran de ser animales.  A Francisco Arroyo le tenía yo mucho aprecio pues estuvo conmigo en el refugio del Veleta en Sierra Nevada, junto al Niño Pedro y Aliaga, los dos muertos en la guerra en La Alpujarra.

  En el Chorro dejé de hacer patrullas porque mi nueva misión iba a ser la de cabrero militar, guardar con esmero una piara de cabras como economato andante para las necesidades  lecheras de la Compañía abandonada de mala manera en aquella Estación del Ferrocarril, último control efectivo de la gente que salía desde Málaga en tren. Los chotos se sacrificaban y si había muchos se vendían al carnicero y con el dinero no sé lo que se hacían, aunque yo se lo entregaba al cabo primero encargado de la cocina de la Compañía. 


    Hacía meses que no escribía a mi novia Carmela. En El Chorro yo no estaba nunca en el cuartel, no tenía tiempo de escribirle, hubo un tiempo de silencio de cartas, tal vez, se  debía a que allí había muchos cortijos con muchas mozas, cuyos padres pretendían que me casara con alguna hija porque veían en mí a un pastor potencial y no a un soldado sin porvenir,  y que además entendía de ganado que era lo que a ellos les hacía falta.  Pepita era hija de César estaba  diplomada en belleza, era alta y morena y con unos ojos negro como el azabache, casi siempre estaba yo por allí, me invitaban a comer y a merendar, siempre era yo bien recibido, la verdad es que Pepita, a pesar de que era muy lanzada, me gustaba,  a ella tampoco hubiera hecho mucha falta raptarla para conseguir sus favores femeninos porque se me pegaba a mis costillares como los pájaros a la liga, debajo de una higuera me insistía: Bésame, no seas tan tímido, hombre, que no pasa nada, me estaba alejando del cariño nostálgico de mi Carmela, aunque ella jamás se hubiera atrevido a decirme aquellas palabras provocadoras. Nuestra amistad se aproximaba cada vez más y más a un noviazgo formal, todos nuestros conocidos de El Chorro le comentaban a Pepita que los dos hacíamos muy buena pareja. Pepita y yo estuvimos tonteando hasta que me vine del Chorro, me regaló una foto para que le escribiera y  no la olvidara, pero nunca pensé para casarme en otra mujer que no fuese mi prima Carmela.  Una vez vino el cura de Álora y nos hicimos una fotografía de grupo, como era un cura joven se juntaba con la juventud para meternos la idea de que fuéramos puros al sagrado sacramento del matrimonio.

  El tiempo que estuve en El Chorro me dio experiencia en el trato con las mujeres, me relacioné con muchas mozas, sin llegar más lejos que a la simple amistad,  pero, entre ellas,  a ninguna vi tan guapa y hacendosa como a mi Carmela.



 Un día encontramos a un polizón de unos catorce años escondido en uno de los vagones, se quedó con nosotros porque era huérfano de padre y madre, comía con nosotros en la Compañía, a cambio, el muchacho nos hacia los recados y me sustituía algunas veces como pastor ayudante, sobre todo los domingos por la tarde. No recuerdo cómo se llamaba, la cuestión es que estuvo con nosotros cuatro meses y él muy desagradecido, un día, zas, desapareció sin decir ni “hasta luego”. 



 El día que desapareció el alférez provisional Edelmiro Souvirón, el sargento Farfán movilizó a toda la Compañía para ir a buscarlo, unos por aquí otros por allá. Yo me fui con el sargento por el Caminito del Rey hasta la presa para decirle al vigilante de las compuertas para  que cortara el agua que pasaba por el canal. El agua de la represa pasaba por una canalización subterránea, luego a veces, aparecía a la superficie y otra vez iba por túneles como si fuese una aguja de agua metiéndose en el pespunte de la sierra, hasta salir a los campos de Álora. Era y sigue siendo una pasarela peatonal pegada a unos cortados de rocas de unos  tres kilómetros de longitud construido a primeros del siglo XX, por la Sociedad Hidroeléctrica de El Chorro para dar paso a los obreros hacia la presa en tiempos de Primo de Rivera. Pero esta misión no tendría importancia si no hubiese sido una verdadera hazaña de equilibrio y vértigo, porque nunca habíamos pasado por allí y lo hicimos de noche con luna llena, porque si hubiese sido de día no hubiésemos sido capaces de atrevemos, y eso que yo estaba acostumbrado al vértigo veloz de los tajos de la Almijara.  Y quien conozca este camino, sabrá que es un andamio de vigas y hierros clavados a la pared de los peligrosos tajos de la boca del Desfiladero de los Gaitanes, que se mete por la garganta pétrea y angosta, y debajo descendía bravo y ruidoso el río Guadalhorce.  Una vez sobre la vertical del tajo, creía que el sargento y yo nos matábamos despeñados por aquel camino del infierno, más propio de dibujos de fantasía y de películas de esas de Indiana Jonnes, que de realidades del ingenio humano.

  El sargento Farfán avanzaba ligero, detrás a pocos metros le seguía yo, más por el miedo y la responsabilidad de lo que le había pasado al alférez provisional que por ir a pasar el aviso a los de la presa, el sargento llegó a dar un resbalón y se quedó colgado de un milagroso hierro saliente que estaba en una grieta de roca.  Yo le ayudé a subir de nuevo al Caminito del Rey y cuando ya estaba arriba me dijo: A mí no me hace falta su ayuda, ¿verdad?, verdad que no... ¿le he pedido yo que me ayude..?, explotó de un grito como una orden. Vale, vale, mi sargento no es para ponerse de esa coña. Se sentía como agraviado por decir: coña. ¿Qué ha dicho usted. No nada, que eso que está todo bien, perfecto.  Para qué discutir con un tanque.

Y todo por culpa de echarle una mano, y eso que yo no le quería ver “ni atao”. Desde este resbalón tomamos precauciones simplemente porque el miedo se adueñó de nosotros, no había forma de amaestrarlo, aunque él, bocazas irredento, lo disimulara, yo rezaba a mi virgencita Milagrosa de Acebumeya por no caerme al vacío de las grietas o cahorros estrechos y rumorosos que había mordido el río Guadalholce en el desfiladero, y me llevé a la boca el escapulario-talismán de mi madre y lo retuve en el paladar como si fuese una última comunión. 





  El valor es simplemente el control del miedo, pero mi miedo se había descontrolado y descompensado en esa balanza del valor y el miedo, y fue cuando me di cuenta de que yo no tenía madera de héroe, aunque me merecía una medalla por salvar al sargento.  Aquella temeridad que estábamos haciendo los dos, no era una acción militar sino un servicio humanitario.  A la media noche, pudimos llegar no sé cómo a la presa. El encargado cortó el agua del canal y se podía buscar por su lecho. Regresamos de nuevo al Chorro, pero esta vez acompañados por un empleado de la presa que hacía las veces de nuestro perro guía-lazarillo. Desgraciadamente encontraron el cuerpo del alférez ahogado en el canal en la zona conocida por Cueva del Toro. Dicen que cayó desde un risco o refugio de palomas torcaces, el alpinismo fue siempre un deporte muy peligroso, y el lugar donde estaban las torcaces era una pared vertical, ¿subir para qué? pues para recoger huevos, sin duda fue una imprudencia juvenil, pero luego en el informe se puso que era un servicio de patrulla a un punto avanzado.  Un cadáver más a la cuenta de mis muertos de la guerra y de la posguerra, pero cuando son de amigos es duro asimilarlo, porque muy bien le pudo tocar a uno. Donde está el cuerpo está el peligro, pero cuando no es tu día, no te va a pasar nada.

  Nunca pude sacrificar un choto a sangre fría, pero aprendí del carnicero Augusto de El Chorro, una cosa muy simple que para que la carne no tuviera demonios dentro, el animal había que ponerlo mirando a la salida del sol en el momento de beneficiarlo, no sabía la razón, él lo hacía siguiendo la costumbre de sus antepasados.   Años después supe que esa dirección, no era sino la dirección de mirando a la Meca, había resistido una costumbre musulmana a través de los siglos, sin que él lo supiera.  Y es que cerca de allí se esconde Bobastro, unas ruinas mozárabes.


Obra narrativa: "El cazdor del arco iris"

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